Y qué decir cuando no quieres decir nada...
Un bidón de gasolina y una caja de cerillas, así me siento... con la capacidad de perdonarme o autodestruirme y sólo depende de mi.
Estoy intentando domar mis demonios, pero a veces tienen días salvajes, y yo estoy tan cansada...
No volveré a ser lo de antes, no volveré nunca más, de eso estoy segura. Aún así me cuesta encontrar la paz interior, no pensar de vez en cuando ¿por qué a mi? Supongo que son cicatrices, cómo no, que te hacen no olvidar nunca el accidente, y como cicatrices que son te acompañan toda la vida.
Normalmente no me regodeo en mi propia desgracia, aunque esto último suene poco poético creo que la metáfora está clara. No suelo pensar en ello, es más, presumo de la superación y de la mujer en que me he convertido, sin esas cicatrices nunca hubiese llegado a ser la fiera que soy.
Una superviviente, así me llaman a veces, y así es, alguien que sobrevivió a algo que podía destruirla. A pesar de mi instinto de supervivencia, de mi capacidad para tragar, de mi determinación para pensar en mi recuperación y no en su venganza, a pesar de todo, otra vez a pesar de mi, sigo sintiendo dolor, el tiempo me ha curado, pero no me ha dado el olvido.
Olvido... ejercerlo por voluntad propia es imposible. A pesar de los años transcurridos el recuerdo es nítido: el lugar, su cara, los olores, la presión en el cuerpo, las canciones, la agonía, la lucha, la desesperación... y la rendición. La rendición a un destino que me tenía preparado aquel tropiezo, traumático, aquella herida, la pérdida de mi inocencia que nunca recuperé, la negación total de mi derecho a elegir.
Mi conclusión siempre será la misma, tengo que dejar de flagelarme por algo que no fue culpa mía. Algo que nunca podía haber evitado, de ninguna forma. Por una decisión que tomé equivocada, tengo que dejar de juzgarme por mi equivocación.
La culpa es el sentimiento más inútil de todos... no sirve para nada.
Pero como perdonar a una luchadora el haberse rendido, ese, ese es el castigo más grande de todos.
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